El vivía en el bosque mucho antes que la
familia llegara, pasaba sus días trabajando en árboles, hacia lo que le
correspondía. Lo que era su destino.
A mediados de Enero una construcción
comenzó a formarse cerca de su hogar, algo lo conmovía pero a la vez le
despertaba curiosidad.
Luego de tres arduos meses la familia
llego y se instalo en su cabaña, eran tres, el padre, la madre y el hijo que
corría por todos lados pisando flores a mansalva y matando insectos que se
cruzaban frente a él.
Al llegar la noche pudo observar que sus
vecinos tenían luz propia, y como el padre y la madre acostaban al hijo en su
cama, también pudo ver como se apareaban sus vecinos.
Un día él estaba golpeando la corteza de
un árbol, cuando repentinamente sintió un golpe que lo hizo caer al suelo, como
pudo se levanto y se escondió en los matorrales, tenía un ojo totalmente
reventado y con el único ojo que le quedaba pudo observar como el niño rompía
su casa y reía a grandes carcajadas, nunca les había hecho nada, que clase de
animales feroces eran estos vecinos pensó él mientras huía.
Una noche de verano muy calurosa, Ludmila
dejo una pequeña abertura en la ventana para que el pequeño no sintiera calor,
beso sus mejillas, lo miro, le sonrió y apago la luz de la habitación.
El niño dormía plácidamente cuando de
repente un zumbido lo despertó, sentía que algo golpeaba su cabeza, intento
gritar y no pudo, el zumbido se hizo más agudo, quiso mover sus brazos pero era
tarde, su cráneo cedió al picoteo
incesante que lo consumía.
Por la mañana la madre entro a la
habitación, un grito desolador cubrió todo el bosque, el chico yacía boca
arriba con sus ojos abiertos y una mueca de dolor en sus labios, pero lo más
terrible era el hueco en su cabeza por donde salía sangre y un liquido
grisáceo.
Junto a la cama solo había un par de
plumas de un pájaro carpintero.
Federico Espinosa.